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sábado, 19 de octubre de 2024

LA GENTE QUE NUNCA MUERE

Por Franklin Diaz

cpuederd@gmail.com
Hay personas en este mundo que parecen haber sido tocadas por una luz especial, seres que, sin aspavientos ni pretensiones, logran dejar una huella imborrable en la vida de quienes tienen la suerte de conocerlos. No son necesariamente famosos, ni buscan el reconocimiento. Su grandeza radica en lo simple: en la bondad que reparten sin esperar nada a cambio, en el respeto por los demás y en la paz que emanan al caminar. Son aquellos que viven con el propósito firme de no dañar, de construir puentes, de sembrar amor y empatía en un mundo que muchas veces carece de ambas. Son, sin lugar a dudas, la gente que nunca muere.
La memoria humana es selectiva, y aunque con el paso del tiempo olvidemos algunos nombres o rostros, hay personas que quedan impresas en nuestro corazón como si su esencia formara parte de nuestro ser. Viven para siempre no porque existan monumentos que los honren, sino porque la marca que dejaron en nuestras vidas es tan profunda que la muerte física no basta para borrar su presencia. Es la bondad, la nobleza y el amor desinteresado lo que les otorga esa inmortalidad silenciosa. Cada vez que pensamos en ellos, una sonrisa se nos dibuja en el rostro, el alma se nos llena de gratitud, y aunque ya no estén físicamente, siguen presentes en cada acto de bondad que realizamos en su nombre.
Es imposible olvidar a esas personas, pues nos acompañan en los momentos de reflexión, cuando la vida nos pone a prueba y nos preguntamos qué harían ellos en nuestra situación. Su ejemplo nos guía, nos impulsa a ser mejores, a recordar que la vida es mucho más que lo material, que la verdadera riqueza se encuentra en la capacidad de dar y de construir relaciones basadas en el respeto y el amor. Estas personas son, en esencia, maestros sin título, guías sin reconocimiento, pero que en silencio, y con humildad, nos enseñan a vivir de la mejor manera.
A veces, cuando todo parece oscurecerse, cuando las dificultades de la vida nos abruman, recordamos a esas personas y encontramos la fuerza para seguir adelante. Porque su legado es mucho más que palabras, es un ejemplo vivo de lo que significa ser verdaderamente humano. No se trata de gestos grandilocuentes, sino de pequeñas acciones que hacen la diferencia en el día a día. La gente que nunca muere es aquella que entendió que la vida no es una competencia, sino un viaje compartido en el que todos podemos contribuir al bienestar de los demás.
Y así, aunque sus cuerpos se desvanecen, su esencia se mantiene viva en cada acto de amor, en cada mirada comprensiva, en cada gesto de bondad que inspiraron. La gente que nunca muere vive en nosotros, en las decisiones que tomamos con su ejemplo como guía, en los momentos de alegría que compartimos porque ellos nos enseñaron a valorar lo más simple. No se van, porque su legado es eterno; nos impulsan a ser mejores, a amar más, a vivir con propósito. 
En el fondo, nos demuestran que la verdadera inmortalidad se forja en el corazón de quienes deciden trascender, como lo hizo Federico Soto (El Fede), un hombre bueno, de corazón puro y noble, un ser que jamás morirá en la vida de quienes le conocieron y trataron. Que la vida de esos seres inmortales sean nuestra inspiración, y que el eco de su paso por el mundo siga resonando en el tiempo, como una invitación silenciosa a vivir de manera que, un día, nosotros también podamos ser recordados como la gente que nunca muere.
*Franklin Diaz es coach y conferencista motivacional dominicano.

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